Las experiencias que he tenido relacionadas con la salud
a lo largo de mi vida han sido bastante típicas.
Desde mi infancia las únicas enfermedades que he tenido
han sido catarros, gripes, gastroenteritis y poco más. Recuerdo que por estas
enfermedades, pasa alguna semana durante un curso en cama, para descansar,
recuperarme y evitar contagiar a mis compañeros aunque también es cierto que en
estas edades, al pasar tanto tiempo en las aulas todos juntos, si uno enfermaba
caían cuatro o cinco niños más.
La enfermedad que destacaría de mi infancia, quizás sea
la varicela, puesto que es de la que más me acuerdo. Recuerdo el cansancio, la
fiebre, la molestia que producían los granitos y que había que evitar a toda
costa rascar para que no quedaran marcas, y sobre todo, los cuidados de mi
abuela. Para mí, en esa época, estar enferma significaba dormir en su cama,
rodeada de mis muñecas favoritas y con la tele siempre con dibujos, siendo aún
más la princesita de la casa.
Pero no todo eran enfermedades. En primaria, los viernes
por la tarde eran días del flúor de fresa, algo que a mi particularmente me
encantaba pero que no todos mis compañeros compartían mi opinión. Era un ratito
pequeño que le dedicábamos a la higiene bucal en el aula. Cada alumno con su
botecito, bebíamos el flúor, nos enjuagábamos la boca con él y después lo
devolvíamos al botecito y lo tirábamos. En esa época nos resultaba gracioso,
años después mis compañeros y yo creíamos que se trataba de algún tipo de
conspiración o plan secreto de la escuela, todo tipo de ideas con una gran
imaginación.
También en el colegio, nos vacunaron. Ahora mismo no
recuerdo de que vacuna se trataba pero si los nervios que sufríamos todos niños
y niñas ante el inminente pinchazo que íbamos a recibir. Un par de meses
después de aquello, me tocaba revisión en el pediatra, a la cual iba acompañada
por mi madre. Allí, descubrimos que la vacuna que me habían puesto en el
colegio ya me la habían puesto meses atrás en el pediatra y era algo que ya
tenían que haber visto en la cartilla el día de la inyección en la escuela. El
médico le dijo a mi madre que pudo haber sido peligroso para mi salud, pero por
suerte no paso nada. También recuerdo el cabreo que tuvo mi madre y la
discusión en el colegio debido a la irresponsabilidad que cometieron.
En mi adolescencia no hubo ninguna enfermedad más destacable
que las ya mencionadas. Quizás si pueda destacar la aparición de dermatitis
facial, a los catorce años, pero es algo que soluciono echando una crema
especial recetada por mi dermatólogo. También fue una etapa de mi vida en la
que como muchos otros adolescentes tuve que ponerme el temido “aparato” para
perfeccionar mi dentadura, lo que suponía ir todos los meses al dentista para
mis revisiones. Tal vez sea la experiencia que más odie de mi adolescencia,
aunque por suerte solo duró un año y medio y ahora puedo decir que mereció la
pena. El último año de bachillerato, ya alcanzada mi mayoría de edad, decidí donar
sangre en uno de los autobuses de donación que se situó en el aparcamiento de
mi instituto, fue una experiencia muy gratificante ya que con un poquito de tu
sangre puedes ayudar a personas que realmente lo necesitan.
En cuanto a las aportaciones de la escuela, nos
remarcaban la importancia de la higiene con tareas tan simples como lavarse las
manos, los dientes, etc. En el instituto recibimos charlas sobre sexualidad,
prevención de enfermedades de transmisión sexual y donación de sangre, entre
otras.